Los seres humanos compartimos la misma esencia. Tenemos unas características que son inherentes a la condición humana y que no varían aunque estemos separados por factores geográficos, históricos, culturales, etc.
Sin embargo, más allá de estas características que nos unen como especie, también somos distintos en nuestras expresiones. Ningún pueblo, civilización o comunidad es exactamente igual a otro; es más, ninguna persona tiene un par idéntico. Esa opción de ser distintos es lo que se denomina diversidad social.
Esto es así porque cada sociedad desarrolla sus propias expresiones y, por lo tanto, su propia cultura. Las creencias, el arte, el derecho, las costumbres y las tradiciones son algunos aspectos en los que se refleja la diversidad.
¿Es posible entender nuestro mundo sin la diversidad social?
El mundo en el que vivimos ahora es el resultado de un largo proceso de interacciones, transferencias e intercambios cuyo trasfondo siempre ha sido la diversidad social, desde la Antigüedad hasta nuestros días.
Para no ir tan lejos, la cultura occidental de la que somos herederos se remonta a la antigua Grecia, aunque esta, a su vez, se alimentó en determinados momentos de otras tradiciones, como por ejemplo del legado que dejaron las cuatro grandes civilizaciones de la Antigüedad: India, China, Mesopotamia y Egipto.
Como concepto, sin embargo, la diversidad social no empezó a tomar forma hasta la época de la Ilustración, cuando los ciudadanos franceses reclamaron sus derechos individuales ante las instituciones. Es decir, fue un primer intento por reconocer a los distintos agentes que integraban la sociedad.
Este reconocimiento, que lleva implícitos otros valores como la tolerancia y el respeto, se estableció finalmente como un derecho en la Carta de los Derechos Humanos de la ONU en 1948 y, posteriormente, en la Declaración de la Diversidad Cultural de la Unesco, que también reconoció el pluralismo y la solidaridad.
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